El 17 de junio es el Día Mundial de Lucha contra la Desertificación y la Sequía y uno, como otro cualquiera, para hacerse preguntas.
Un día especialmente oportuno para hacerse preguntas relacionadas con el agua, con su escasez, su gestión, sus reivindicaciones, sus nuevas usos y demandas y todo ello en une escenario en donde no todo lo que se dice es cierto del todo y en donde los intereses de los grandes negocios, desde la agroganadería industrial globalizada y exportadora hasta el de los gigantes de las tecnológicas que triunfan en esta posmodernidad liquida, priman por encima de cualquier otro.
Al agua, a la eterna y eternamente codiciada agua, le ha salido un nuevo oficio fruto de la sociedad de la comunicación. Porque los datos, ese infinito cortejo binario de algoritmos que dan forma a las imágenes, los escritos, los programas informáticos, lo video-juegos, la inteligencia artificial,... todo eso que se dice que está en LA NUBE, resulta que, además de una enorme cantidad de energía, necesita también una ingente cantidad de agua para mantenerse en su vaporosa localización desde donde llueve la riqueza que embalsan los grandes capitales tecnológicos.
Precisamente un día destinado a la desertización y la sequía es optimo para preguntarse en qué cabeza cabe que, precisamente cuando se espera una disminución importante en la disponibilidad de agua, se proyecten 50.000 nuevas Has. de regadío en la cuenca del Ebro (39.000 en Aragón) ante el aplauso de un amplio espectro de la agroganadería en donde empresarios y trabajadores, parecen compartir el mismo ideario que exhiben en sus tractoradas en un ejercicio reivindicativo de difícil comprensión incluso para una racionalidad de segunda división, como el equipo de futbol de la capital de la comunidad autónoma.
Todo el argumentario científico es incapaz de compensar el peso de la costumbre, el peso de una tradición agrícola ahormada en iconos que hace mucho años dejaron de representar la realidad del campo aragonés, mientras la opinión pública repite unos modelos de gestión que pudieron ser de éxito hace 70 años, pero que ahora pretenden forzar un futuro subjuntivo anclado en un pretérito imperfecto.
El imaginario aragonés no alcanza a percibir las complejidades de la gestión del agua y asume sin más debate y sin más preguntas, que el regadío es sinónimo de progreso, sin caer en la cuenta de la globalización en que se mueve la industria agroganadera y sus repercusiones en la vida de las personas y del medioambiente. Así, hablar de modernización de regadío se considera la cima del progreso al mismo tiempo que voces de las derechas extremas de la España Cañí, reviven la visión más caduca del agua con sus trasvases, sus embalses y su mitología Costista.
A este pequeño relato que recoge la pulsión entre modelos de gestión y entre la vieja y la nueva cultura del agua, hay que sumarle una nueva demanda, la que obedece a la necesidad de instalación de los centros de datos que soportan la actividad generada en internet. Para ello, dicen los expertos, se necesitará tanta agua como en la agricultura de regadío. Es un fenómeno reciente, muy nuevo, cuyo inicio podemos fijar en 2017, año en que su crecimiento exponencial empezó a ser motivo de preocupación.
Y ahí entra Aragón nuevamente en escena para dar cabida a cuantas instalaciones sea necesario acoger para poder presumir de que somos la "reserva espiritual" del mundo de la información, de todos esos servicios, aplicaciones y utilidades que algunos dicen que son una practica de libertad universal aunque, paradójicamente, parecen consolidar un mundo cada vez más esclavo. Algo nos deberíamos de preguntar también sobre este uso del agua, por no hablar del, igualmente inmenso consumo de energía que como se supone que será verde, ya vendrá bendecida por las diosas de la ecología y la sostenibilidad para será comprendida, asumida y deseada por una "feliz población" aragonesa que disfrutará de un desierto creciente, un remedo empobrecido de Silicon Valley, esta vez con cachirulo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario